La tragedia de Monza

Cause e Effeti. 1898-1900, número único (Londres, septiembre de 1900)

Otro hecho sangriento vino a afligir a las almas sensibles… y a recordar a los poderosos que no está exento de peligros colocarse por encima del pueblo y pisotear el gran precepto de igualdad y solidaridad humana.

Gaetano Bresci, obrero y anarquista, ha matado al rey Humberto I. Dos hombres: uno muerto prematuramente, el otro condenado a una vida de tormentos que es mil veces peor que la muerte. ¡Dos familias inmersas en el dolor!

¿De quién es la culpa?

Cuando criticamos a las instituciones vigentes y recordamos los inefables dolores y las innumerables muertes que éstas provocan, nunca dejamos de advertir que estas instituciones no sólo son dañinas para la gran masa proletaria que por culpa de dichas instituciones se encuentra inmersa en la miseria, en la ignorancia, y en todos los males que de la miseria y la ignorancia derivan, sino también para la propia minoría privilegiada que sufre física y moralmente el ambiente viciado que genera y se encuentra en un miedo constante de que la ira popular le haga pagar caro sus privilegios.

Cuando auguramos la revolución redentora, hablamos del bien de todas las personas sin distinción; y entendemos que sea cual sea la rivalidad de intereses y de partidos que hoy las dividen, todas estas personas deben olvidar los odios y rencores, y hermanarse en el trabajo común para el bienestar general.

Y cada vez que los capitalistas y los gobiernos cometen un acto excepcionalmente malvado, cada vez que los inocentes son torturados, cada vez que la ferocidad se despliega mediante actos sangrientos, deploramos el hecho, no sólo por los dolores que directamente producen y por nuestros sentidos de justicia y piedad ofendidos, sino por las secuelas de odio que deja, por la semilla de venganza que siembra en el animo de los oprimidos.

Pero nuestras advertencias siguen sin ser escuchadas; por el contrario, son excusas para las persecuciones.

Y más tarde, cuando la ira acumulada a causa de largos tormentos estalla en una tempestad, cuando un hombre que ha sido reducido a la desesperación, o alguien generoso que ha sido conmovido por el dolor de sus hermanos, e impaciente de esperar una justicia que se demora en aparecer, alza el brazo vindicador y golpea donde cree que se encuentra la causa del mal entonces los culpables somos nosotros.

¡Siempre el ángel es el culpable!

Se sueñan absurdos complots, se nos señala como un peligro social, fingen creer —y posiblemente algunos lo crean de verdad— que somos unos monstruos sedientos de sangre, unos delincuentes para quienes no puede haber más elección que la cárcel o el hospital psiquiátrico judicial…

Por un lado, es normal que así sea. En un país en el que viven libres los Crispi, los Rudini, los Pelloux1 y todos los asesinos del pueblo y los que le hacen pasar hambre, no se puede esperar de nosotros que el que nos rebelemos contra las matanzas y el hambre.

Pero dejemos de lado a los policías, a quienes mienten sabiendo mentir, a los viles que se lanzan encima nuestro para evitar que los golpes caigan contra ellos, y razonemos un poco con la gente de buena fe y de sentido común.

***

Para empezar traigamos las cosas a sus precisas proporciones.

Un rey ha sido asesinado; y como un rey es un hombre, el hecho es deplorable. Una reina se ha quedado viuda; y como una reina es una mujer, nosotros empatizamos con su dolor.

Pero entonces, ¿por qué tanto ruido por la muerte de un hombre y por las lágrimas de una mujer cuando se acepta como un hecho natural el que cada día hombres y mujeres caen asesinados, y tantas mujeres lloran a causa de la guerra, de los accidentes de trabajo, de las revueltas reprimidas a golpe de fusil, y por los miles de delitos que genera la miseria, el espíritu de venganza, el fanatismo y el alcoholismo?

¿Por qué tal exhibición de sentimentalismo a propósito de una desgracia particular cuando miles y millones de seres humanos mueren de hambre y de malaria, ante la indiferencia de aquellos que tienen los medios para remediarlo?

¿Quizás porque esta vez las víctimas no son unos vulgares trabajadores, ni un hombre honesto o una mujer honesta sino un rey y una reina? ¡Nosotros realmente encontramos el caso mas interesante y nuestro dolor es más profundo, más vivo, más verdadero, cuando un minero es aplastado por un desprendimiento mientras trabaja y una viuda se morirá de hambre junto a sus hijos!

Aunque también el sufrimiento de la realeza es humano y es normal el lamento, es un lamento estéril si no se profundiza en las causas y no se intenta eliminarlas.

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¿Quién provoca la violencia? ¿Quién la vuelve necesaria, fatal?

Todo el sistema social vigente esta basado en la fuerza bruta puesta al servicio de una pequeña minoría que explota y oprime a la gran masa; toda la educación que se da a los jóvenes se sintetiza en una continua apoteosis de la fuerza bruta; todo el entorno en el cual vivimos es un ejemplo continuo de violencia, una continua instigación a la violencia.

El soldado, es decir, el asesino profesional es venerado y sobre todo se venera al rey, cuya característica histórica es ser el jefe de los soldados.

Mediante la fuerza bruta se obliga a los trabajadores a dejarse robar los productos de su propio trabajo; mediante la fuera bruta se arranca la independencia a las naciones más débiles.

El emperador de Alemania incita a no dar tregua a los chinos; el gobierno inglés de rebeldes a los bóeres que se niegan a someterse a la prepotencia extranjera, quema las fábricas, caza a las mujeres en sus casas y persigue incluso a los no combatientes y renueva la horrible hazaña de España en Cuba; el sultán manda a asesinar a centenares de miles de armenios; el gobierno estadounidense masacra a los filipinos luego de haberlos traicionado.

Los capitalistas dejan morir a los obreros en las minas, en las vías férreas, en los arrozales por no cumplir con los costes necesarios para la seguridad en el trabajo, y envían a los soldados a intimidar, y si es necesario fusilar, a los trabajadores que reivindican una mejora en las condiciones.

Una vez más, entonces nos preguntamos, ¿de dónde sale la instigación, la provocación a la violencia? ¿Qué es lo que hace aparecer a la violencia como el único camino de salida de las condiciones actuales, como el único medio para no sufrir eternamente la violencia de los otros?

Y en Italia, peor que en otros lugares, el pueblo sufre perennemente de hambre; los terratenientes mandonean peor que en la Edad Media; el Gobierno, en competencia con los capitalistas, desangra a los trabajadores para enriquecer a los suyos y derrochar el resto en empresas dinásticas; la policía es dueña de la libertad de la gente, y cada grito de protesta, cada lamento es ahogado en la garganta por los carceleros, y sofocado con sangre por los soldados.

Es larga la lista de matanzas: desde Pietrasa hasta Conselice, Calatabiano, Sicilia, etcétera.

En estos dos años las tropas del rey han masacrado al pueblo inerme, hace pocos días las tropas del rey han ido a ayudar a los propietarios de Molinella con sus bayonetas y su trabajo forzado, contra los trabajadores hambrientos y desesperados.

¿Quién es el culpable de la rebelión? ¿Quién es el culpable de la venganza que cada tanto estalla? ¿El provocador, el ofensor, o quien denuncia la ofensa y quiere eliminar las causas?

¡Pero nos dicen “el rey no es responsable”!

No nos tomamos muy en serio la burla de las ficciones constitucionales. Los periódicos “liberales” que ahora hablan de la responsabilidad del rey, sabían bien, cuando se trataba de ellos mismos, que por encima del parlamento y de los ministros había una influencia poderos, una “alta esfera” de la cual los apoderados reales no dejaban hacer muchas claras alusiones. Y los conservadores, que ahora esperan hacer una “nueva era” de la energía del nuevo rey, dejan ver que al menos en Italia, el rey no es más que ese fantoche que nos quieren hacer creer que es cuando se trata de establecer responsabilidades. Y por otro lado, incluso cuando no hace el mal directamente, un hombre que pudiendo impedirlo no lo hace es responsable. Y el rey es el jefe de los soldados y siempre puede impedir al menos que éstos abran fuego sobre la población indefensa. Y al mismo tiempo es responsable quien al no poder impedir un mal deja que se haga en su nombre con tal de no renunciar a las ventajas de su posición.

Es cierto que si se tienen en cuenta otras consideraciones como el linaje, la educación, el entorno, la responsabilidad de los poderosos se atenúa bastante y acaba desapareciendo completamente. Pero entonces, si el rey es responsable de sus actos, de sus omisiones, si pese a la opresión, al expolio, a la masacre del pueblo hecha en su propio nombre, este debería haber dejado el primer puesto en el gobierno del país, ¿por qué Bresci sería responsable? ¿Por qué no debería Bresci pagar con una vida de impensables sufrimientos un acto que, por más que se quiera tachar de erróneo, nadie puede negar que está motivado por intenciones altruistas?

Pero esta cuestión de la búsqueda de responsabilidades nos interesa sólo en parte.

No creemos en el derecho a castigar; rechazamos la idea de la venganza como un sentimiento bárbaro: no queremos ser ni justicieros ni vindicadores. Más santa, más noble, más fecunda nos resulta la misión de los liberadores y los pacificadores.

Al rey, a los opresores, a los explotadores extenderíamos de buena gana la mano siempre y cuando estos quieran volver a ser personas entre las personas, iguales entre iguales. Pero mientras éstos se obstinen en disfrutar del orden actual de las cosas y defenderlo con la fuerza, produciendo de esta manera el martirio, el embrutecimiento y la muerte por penurias a millones de criaturas humanas, nos encontramos en la necesidad, en el deber moral de oponer la fuerza con la fuerza.

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¡Oponer la fuerza con la fuerza!

¿Significa eso que nos deleitamos con complots melodramáticos y que nos encontramos siempre en el acto o en la intención de apuñalar un opresor?

En absoluto. Aborrecemos la violencia por sentimiento y por principio, y siempre hacemos todo lo posible para evitarla: sólo la necesidad de resistir al mal con medios idóneos y eficaces nos puede llevar a recurrir a la violencia.

Sabemos que estos sucesos de violencia aislada, sin la suficiente preparación en el pueblo resultan estériles y a menudo provocan reacciones a las que se es incapaz de resistir, producen dolores infinitos y hacen daño a la causa misma a la cual intentan servir.

Sabemos que lo esencial, lo indiscutiblemente útil sería matar no sólo a un rey sino a todos los reyes —los de las cortes, los de los parlamentos, los de los talleres— del corazón y de la mente de la gente; de erradicar la fe en el principio de autoridad al cual rinde culto gran parte del pueblo.

Sabemos que cuanto menos madura esté la revolución más sangrienta e incierta ésta se vuelve.

Sabemos que sal surgir de la autoridad la violencia, incluso siendo una misma cosa con el principio de autoridad, la revolución mas violenta será y habrá más peligro que ese día se originen nuevas formas de autoridad.

Y por eso nos esforzamos, en lugar de utilizar los razonamientos de los opresores, en conseguir la fuerza moral y material necesaria para abatir el régimen de violencia al que actualmente se somete a la humanidad.

¿Dejarán en paz nuestra tarea de propaganda, de organización, de preparación revolucionaria?

En Italia se nos impide hablar, escribir, asociarnos. Prohíben a los obreros juntarse y luchar pacíficamente, no ya para la emancipación sino ni tan siquiera para mejorar mínimamente las brutales e inhumanas condiciones de existencia. Encarcelamientos, arrestos domiciliarios, represión sangrienta son los medios que se utilizan no sólo contra nosotros los anarquistas, sino contra cualquiera que ose pensar en unas condiciones más civiles.

¿Entonces, por qué sorprende que si perdidas las esperanzas de poder combatir con éxito por la propia causa, las almas ardientes se dejan llevar hacia actos de violencia vindicativa?

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Las medidas policiales, de las cuales son siempre víctimas los menos peligrosos; la afanosa búsqueda de insistentes instigadores que se revela grotesca para quien conoce mínimamente el espíritu dominante entre los anarquistas; las miles de medidas de exterminio avanzado propuestas por los diletantes de lo policiaco no sirven más que para poner en evidencia el fondo salvaje que reposa en el alma de las clases dominantes.

Para eliminar totalmente la revuelta sangrienta no hay otro medio que la abolición de la opresión mediante la justicia social.

Para disminuir y atenuar las explosiones no hay más remedio que dar a todos la libertad de propaganda y de organización; dejar a los desheredados, a los oprimidos, a los descontentos la posibilidad la lucha civil; dar la esperanza de poder conquistar, aunque sea de forma gradual, la propia emancipación por caminos incruentos.

El gobierno de Italia no hará nada; seguirá reprimiendo… y continuará cosechando lo que siembra.

Nosotros, mientras deploramos la ceguera del gobierno que imprime en la lucha una aspereza innecesaria, continuaremos luchando por una sociedad en la que se elimine toda violencia, en la que todos tengamos pan, libertad, ciencia, en la que el amor sea la ley suprema de la vida.

Errico Malatesta

1Francesco Crispi, Antonio Starabba de Rudini y Luigi Pelloux, sucesivos presidentes del Consejo de Ministros durante el mandato de Humberto I.